10.5.10

La hoguera de las vanidades

Hace unos días, moviendo escenografía, ligué tremendo golpe en la cara. En el medio de la cara; más precisamente entre la frente y la nariz, con un barrote de metal cuadrado. Una de las puntas se me vino a clavar justito a la altura del tabique y fue tal el dolor que estuve a punto de realizar lo impensado: ponerme a llorar en frente del elenco. Lo peor fue cuando pasé por el banio y vislumbré una linea fina de sangre en el lugar en donde me había golpeado. Llegué a casa, le lloré mares a mi pobre novio, explicándole que mi cara es mi herramienta de laburo y me cagué la carrera, me compré un gel cicatrizante que deberé aplicarme por los próximos dos meses, pero lo mejor (lo peor) fue cuando llamé a mi madre para preguntarle qué globulitos debía tomar para el golpe (chichón en la frente, me olvidé de decirles).

L: Es que me abrí un poquito, un tajito nada más, no te preocupes.
M: Con qué te lo hiciste?!?!?!
L: Con un barrote... de metal... con el borde...
M: Y se nota mucho?!?!?!
L: Es... es una rallita... me abrí un poco.
M: Ay Lucía... qué lástima... justo la nariz era lo más lindo de tu cara...
L: (...)

Ahora me miro al espejo (espejito de cartera porque todavía no tenemos espejos de verdad, variable que beneficia enormemente a mi espíritu, no así a mi estética) religiosa, obsesivamente (como todo, siempre) y, si tengo que ser honesta, creo que me gusta la marquita que me dejó el golpe. Me hace sentir fuerte, rebelde, corajuda. Todo eso que admiro y mi madre defenestra.

2 comentarios:

melquíades dijo...

Después de que me rompí la nariz mi autoestima subió como cinco o seis puntos también. ¿No llega un momento en que aburre un poco la perfección, después de todo?

Lucía dijo...

Obvio. Y además, curtirse tiene onda.